Cata
La luz de los primeros rayos de sol dieron directo en sus ojos. Cata miró la hora, era temprano. Pero como era un dÃa especial le llevarÃa tiempo arreglarse.
Se levantó de la cama con la energÃa de una adolescente. Abrió las ventanas, un dÃa hermoso se avecinaba. Prendió la radio para escuchar unos tangos, esos que ella cantaba siempre tan bien. Se sentÃa joven, llena de ganas y rebosante de salud. No tomó la medicación, no la necesitaba esta vez.
Fue a lavarse la cara al baño. Después buscó el vestido de terciopelo negro y los zapatos de charol. Se vistió con sumo cuidado. Sus manos estaban firmes, asà que aprovechó para maquillarse bien, se delineó los ojos con negro, pintó sus labios de rojo carmÃn y puso colorete en sus mejillas. Tomó el perfume francés que conservaba para ocasiones especiales y se lo roció en el cuello. Se miró en el espejo y decidió recogerse el cabello.
Una vez lista se dirigió al salón principal. Se escuchaba el bullicio de la gente desde lejos. En el pasillo se cruzó con algunos de sus compañeros, no pudo evitar pensar en lo viejo y arruinados que se veÃan. Menos mal que ella no estaba asÃ.
Las mesas estaban casi todas ocupadas. Vio a Don José sentado con sus hijos que se levantaron atentos a saludarla, también estaba Rosita con sus nietos, Francisco con su mujer, y muchos otros que gentilmente se detenÃan para darle un beso o estrecharle la mano. Se sentÃa una estrella, todos la conocÃan y la respetaban.
Eligió sentarse sola en una mesa cercana al ventanal para esperar el almuerzo. HabÃa demorado tanto en arreglarse que se habÃa perdido el desayuno, eran muy estrictos con los horarios. Miró hacia afuera y vio que el sol no estaba tan intenso, habÃa algunas nubes, pero igual era un buen dÃa.
Cuando le trajeron el almuerzo, pollo hervido con puré de calabaza, le pareció que no era un plato adecuado para la ocasión. Le objetó a la chica de ambo celeste, que lo traÃa, la elección. Pero como tenÃa apetito igual comió. No quiso comer el postre, seguramente sus familiares le traerÃan algo dulce y no querÃa estar con el estómago tan lleno.
El almuerzo le dio modorra, y se recostó en la silla a esperar que llegaran sus visitas, mientras hojeaba una VOGUE que habÃa tomado del revistero.
Se despertó sobresaltada al escuchar las risas de unos chicos que canturreaban “vieja loca, vieja loca”. Eran los nietos de Cora. ¡Qué maleducados y atrevidos, decirle asà a su abuela! A ella nunca le faltaban el respeto sus nietos. En realidad nunca le hablaban demasiado.
Vio que eran las tres de la tarde, se levantó para salir un rato al parque y un tirón en la espalda la obligó a hacerlo con lentitud. Seguramente era por la posición en que se habÃa quedado dormida en la silla. ¡Cómo tardaba en venir su familia! ¿Se habrán quedado dormidos? ¡Ah, cierto que era domingo! Los domingos uno siempre se quedaba un rato más en la cama, era eso.
Caminó un rato por el parque, respirando el aire fresco y mirando pasar a sus compañeros del brazo de sus seres queridos.
Perdió la noción del tiempo que habÃa pasado allÃ, hasta que una mujer de ambo celeste le vino a decir que entrara porque estaba refrescando, y en un rato iban a servir la merienda. ¡Qué uniforme raro usaban en ese lugar! ParecÃan enfermeras en vez de camareras. ¿Cómo habÃa llegado allÃ? No lograba recordarlo. Pero tenÃa una lejana imagen de su hijo ayudándola a bajar del coche.
Cuando entró nuevamente al salón caminó despacio para lucirse. ¿O en realidad caminaba despacio porque sus pies hinchados no soportaban los zapatos y le crujÃan las rodillas? No, era para que la miraran. Le encantaba ser el centro de atención, porque ella era la cantante de tango más afamada del paÃs y habÃa dado su vida por la carrera.
Nuevamente decidió sentarse sola para la merienda, no tenÃa ganas de que le pidieran que cantara algo, ya no estaba de tan buen humor. ¿Dónde se habÃa metido su familia? ¿HabrÃan venido y no se acordaba? ¿TenÃa familia? Ya empezaba a tener dudas de todo.
Escuchó que en la mesa de al lado Sarita le contaba a sus hijos que “esa pobre mujer” todos los domingos esperaba una visita que nunca llegaba. A Cata se le nublaron los ojos, sintió una enorme tristeza por esa pobre mujer sola de la que hablaban.
Cuando terminó la merienda tenÃa frÃo, se incorporó para ir a buscar un chal a su cuarto, pero las piernas casi no le respondÃan. Sus manos temblorosas no la sostenÃan para tomar el impulso y levantarse.
Algunos ya empezaban a retirarse, eran como las seis y caÃa la tarde trayendo el anochecer. Todos la saludaban, la miraban con ternura y se despedÃan hasta el próximo domingo.
Disimuladamente se puso de pie, su cabello estaba alborotado y el carmÃn de sus labios, corrido. Dos mujeres de ambo celeste se le acercaron para llevarla a su cuarto, ya conocÃan la rutina.
Cata les preguntó si habÃan visto a su familia, lo lindos que estaban sus nietos y lo amoroso que era su hijo. Las enfermeras le sonrieron cómplices y le siguieron el juego. Todo el camino hasta su cuarto fueron charlando sobre sus visitas imaginarias. Cuando llegaron, las enfermeras le dieron la medicación y la ayudaron a desvestirse, las manos de Cata no dejaban de temblar y sus piernas ya no la sostenÃan. La dejaron recostada en la cama y se fueron cuchicheando sobre la triste historia de esa viejita abandonada.
Cata se quedó en la soledad de su cuarto, escuchó el sonido que hacÃa el viento en el vacÃo, apoyó su cabeza en la almohada y su mirada, enmarcada por el delineador que estaba siendo barrido por las lágrimas, se perdió en la nada.
Autor: Karina Sindel Avefénix
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