EL SILENCIO DE LAS FLORES
Todas las mañanas, al despuntar el alba, Ofelia dejaba el calor de su cama y se encaminaba al pequeño invernadero que tenÃa en el jardÃn trasero de su casa.
Ya habÃa entrado en la tercera edad, pero a pesar de que los años habÃan trazado surcos en su piel, aún conservaba un poco de la belleza de su juventud. Delgada, de rasgos suaves y una sencilla melena gris coronando su cabeza, su figura evocaba a esas antiguas estrellas del cine de los años veinte.
Acostumbraba llevar largos vestidos con estampados florales, y las flores eran, en efecto, el centro de su vida. No habÃa nada en el mundo que le produjera mayor placer que el encerrarse jornadas enteras en aquel blanco invernadero donde cultivaba las más diversas variedades de rosas, narcisos, crisantemos y otros tantos tipos más, cual más colorido que el anterior.
Su casa, una pequeña construcción de madera color blanco, con tejas normandas, estaba ubicada en un tradicional barrio de clase media, en las afueras de la ciudad. Antes habÃa pertenecido a su madre, y aún antes a sus abuelos, inmigrantes provenientes del sur de Austria. Era un lugar acogedor, con un amplio jardÃn delantero cercado por setos y un viejo manzano en el centro y, al igual que en su invernadero, variadas flores revestÃan el césped, las que eran cuidadas con mimo.
Ofelia siempre estaba sola, pues ya no tenÃa familia ni ningún tipo de vÃnculo amistoso. HacÃa años que habÃa dejado de frecuentar a otras personas, aburrida, quizás, de tantas decepciones y desencuentros. Después de todo, y esto ella lo sabÃa muy bien, no siempre se encontraba la felicidad en compañÃa de otros. A veces es la soledad y el silencio la única forma de felicidad. A la mayorÃa de las personas les costaba entender esto, pero a Ofelia no parecÃa preocuparle. De hecho, nunca le habÃa importado lo que otros pensaran. ¿Que derecho tenÃan a entrometerse ahora, si nunca habÃan estado en los momentos en que si los habÃa necesitado, largos años atrás?
A veces, Ofelia trataba de leer algún libro de su olvidad biblioteca, o de limpiar la cocina, o, incluso, de ver un poco de televisión, pero pronto se hartaba de todo esto. Lo único que en verdad la hacÃa feliz eran sus flores y las largas horas que pasaba al interior del invernadero. Dedicaba una buena parte de su tiempo preparando la tierra de los maceteros, podando, realizando injertos y sustituyendo unas plantas por otras. Casi siempre pasaba de largo la hora de almuerzo, o tan solo se comÃa un apurado sándwich. Cuando llegaba la noche encendÃa las luces del invernadero y disfrutaba contemplando la silenciosa belleza de sus flores.
Gustaba de ponerles música clásica, como si se tratara de una dulce canción de cuna. Entre sus compositores favoritos estaban Mozart, Schubert y Rossini, los que sonaban en un anticuado tocadiscos que habÃa heredado de su abuela. Otras veces les cantaba con una agradable voz de soprano que no habrÃa desentonado en el coro de algún teatro local.
Y asà eran todos los dÃas en la vida de Ofelia. Solo los deberes cotidianos la distraÃan de esta rutina, cuando debÃa caminar hasta el centro de la ciudad para cobrar su Ãnfima pensión, pagar las cuentas y comprar los alimentos que utilizarÃa durante el mes.
Algunas noches, sin embargo, la tranquila existencia de Ofelia se veÃa alterada por extraños sueños. Despertaba rodeada tan solo de una espesa oscuridad y en medio del opresivo silencio nocturno parecÃa oÃr un lejano murmullo, como si decenas de fantasmas conversaran quedamente entre ellos, sabiendo que ella los escuchaba desde su habitación. En aquellos momentos su soledad proyectaba una sombra demasiado alargada, aún para alguien como ella, pero cuando llegaba la luz del dÃa estos miedos se disipaban, y al contemplar sus flores todo se convertÃa tan solo en un mal recuerdo.
Una mañana, sin embargo, sucedió algo distinto. Ofelia no podrÃa haber distinguido aquel helado amanecer de cualquier otro excepto por un detalle. Un extraño sonido, diferente a cualquier otro sonido que hubiera escuchado alguna vez en su vida, vibraba a través de toda la casa. ParecÃa provenir del exterior, por lo que, apenas cubierta con su camisón de dormir, salió al jardÃn. Tampoco parecÃa haber nada excepcional en este, pero aquel ruido era ahora más claro que antes. Se dio cuenta entonces que provenÃa de su propio invernadero. Al ingresar a este descubrió que eran las propias flores las responsables de ese sonido: ¡Estaban cantando! Pero era un canto primigenio, que ningún oÃdo humano debiera escuchar jamás.
Aquellas voces, silenciadas durante milenios, ahora hablaban en un idioma prohibido y Ofelia estaba ahÃ, parada, oyendo una canción que nunca antes habÃa sonado en la faz de la tierra. Volvió a salir al jardÃn y pudo comprobar que en las casas vecinas el resto de las flores se habÃa unido a aquel canto, escuchándose ahora en toda la ciudad.
Ofelia caminó hasta la calle y, parada en medio de la calzada, comenzó a agitar sus manos, como si fuese un director de orquesta. Las flores, a quienes habÃa dedicado tantos años de su vida, habÃan despertado y le dedicaban aquel canto.
Y la risa de Ofelia se confundió con la voz de las flores, y ningún otro sonido fue capaz de acallarlas.
Javier Maldonado Quiroga
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