RELATO "EL SILENCIO DE LAS FLORES" DE JAVIER MALDONADO QUIROGA - LAS TRES NEURONAS DE ANESCRIS BLOG

12 de octubre de 2013

RELATO "EL SILENCIO DE LAS FLORES" DE JAVIER MALDONADO QUIROGA

 Hola como os había comentado el pasado miércoles, os iba a subir un relato o como lo llama el autor "Cuento Breve: El silencio de las flores" de los que más me ha gustado, del blog dragon de tinta que le hicimos un especial este miécoles en nuestra sección de libros-blog Anescris, aqui esta:

EL SILENCIO DE LAS FLORES


Todas las mañanas, al despuntar el alba, Ofelia dejaba el calor de su cama y se encaminaba al pequeño invernadero que tenía en el jardín trasero de su casa.

Ya había entrado en la tercera edad, pero a pesar de que los años habían trazado surcos en su piel, aún conservaba un poco de la belleza de su juventud. Delgada, de rasgos suaves y una sencilla melena gris coronando su cabeza, su figura evocaba a esas antiguas estrellas del cine de los años veinte.

Acostumbraba llevar largos vestidos con estampados florales, y las flores eran, en efecto, el centro de su vida. No había nada en el mundo que le produjera mayor placer que el encerrarse jornadas enteras en aquel blanco invernadero donde cultivaba las más diversas variedades de rosas, narcisos, crisantemos y otros tantos tipos más, cual más colorido que el anterior.

Su casa, una pequeña construcción de madera color blanco, con tejas normandas, estaba ubicada en un tradicional barrio de clase media, en las afueras de la ciudad. Antes había pertenecido a su madre, y aún antes a sus abuelos, inmigrantes provenientes del sur de Austria. Era un lugar acogedor, con un amplio jardín delantero cercado por setos y un viejo manzano en el centro y, al igual que en su invernadero, variadas flores revestían el césped, las que eran cuidadas con mimo.

Ofelia siempre estaba sola, pues ya no tenía familia ni ningún tipo de vínculo amistoso. Hacía años que había dejado de frecuentar a otras personas, aburrida, quizás, de tantas decepciones y desencuentros. Después de todo, y esto ella lo sabía muy bien, no siempre se encontraba la felicidad en compañía de otros. A veces es la soledad y el silencio la única forma de felicidad. A la mayoría de las personas les costaba entender esto, pero a Ofelia no parecía preocuparle. De hecho, nunca le había importado lo que otros pensaran. ¿Que derecho tenían a entrometerse ahora, si nunca habían estado en los momentos en que si los había necesitado, largos años atrás?

A veces, Ofelia trataba de leer algún libro de su olvidad biblioteca, o de limpiar la cocina, o, incluso, de ver un poco de televisión, pero pronto se hartaba de todo esto. Lo único que en verdad la hacía feliz eran sus flores y las largas horas que pasaba al interior del invernadero. Dedicaba una buena parte de su tiempo preparando la tierra de los maceteros, podando, realizando injertos y sustituyendo unas plantas por otras. Casi siempre pasaba de largo la hora de almuerzo, o tan solo se comía un apurado sándwich. Cuando llegaba la noche encendía las luces del invernadero y disfrutaba contemplando la silenciosa belleza de sus flores.

Gustaba de ponerles música clásica, como si se tratara de una dulce canción de cuna. Entre sus compositores favoritos estaban Mozart, Schubert y Rossini, los que sonaban en un anticuado tocadiscos que había heredado de su abuela. Otras veces les cantaba con una agradable voz de soprano que no habría desentonado en el coro de algún teatro local.

Y así eran todos los días en la vida de Ofelia. Solo los deberes cotidianos la distraían de esta rutina, cuando debía caminar hasta el centro de la ciudad para cobrar su ínfima pensión, pagar las cuentas y comprar los alimentos que utilizaría durante el mes.

Algunas noches, sin embargo, la tranquila existencia de Ofelia se veía alterada por extraños sueños. Despertaba rodeada tan solo de una espesa oscuridad y en medio del opresivo silencio nocturno parecía oír un lejano murmullo, como si decenas de fantasmas conversaran quedamente entre ellos, sabiendo que ella los escuchaba desde su habitación. En aquellos momentos su soledad proyectaba una sombra demasiado alargada, aún para alguien como ella, pero cuando llegaba la luz del día estos miedos se disipaban, y al contemplar sus flores todo se convertía tan solo en un mal recuerdo.

Una mañana, sin embargo, sucedió algo distinto. Ofelia no podría haber distinguido aquel helado amanecer de cualquier otro excepto por un detalle. Un extraño sonido, diferente a cualquier otro sonido que hubiera escuchado alguna vez en su vida, vibraba a través de toda la casa. Parecía provenir del exterior, por lo que, apenas cubierta con su camisón de dormir, salió al jardín. Tampoco parecía haber nada excepcional en este, pero aquel ruido era ahora más claro que antes. Se dio cuenta entonces que provenía de su propio invernadero. Al ingresar a este descubrió que eran las propias flores las responsables de ese sonido: ¡Estaban cantando! Pero era un canto primigenio, que ningún oído humano debiera escuchar jamás.

Aquellas voces, silenciadas durante milenios, ahora hablaban en un idioma prohibido y Ofelia estaba ahí, parada, oyendo una canción que nunca antes había sonado en la faz de la tierra. Volvió a salir al jardín y pudo comprobar que en las casas vecinas el resto de las flores se había unido a aquel canto, escuchándose ahora en toda la ciudad.

Ofelia caminó hasta la calle y, parada en medio de la calzada, comenzó a agitar sus manos, como si fuese un director de orquesta. Las flores, a quienes había dedicado tantos años de su vida, habían despertado y le dedicaban aquel canto.

Y la risa de Ofelia se confundió con la voz de las flores, y ningún otro sonido fue capaz de acallarlas.

Javier Maldonado Quiroga

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