Hola hoy en relatos de sábado os pongo el primer capitulo de un genial libro Momo de Michael Ende hace poco que lo he leÃdo y esta semana espero hacer la reseña, saludos y feliz sábado.
UNA CIUDAD GRANDE Y UNA NIÑA PEQUEÑA
UNA CIUDAD GRANDE Y UNA NIÑA PEQUEÑA
HabÃa algunos que eran tan grandes como un campo de fútbol y otros más pequeños, en los que sólo cabÃan unos cientos de espectadores. Algunos eran muy suntuosos, adornados con columnas y estatuas, y otros eran sencillos, sin decoración. Esos anfiteatros no tenÃan tejado, todo se hacÃa al aire libre. Por eso, en los teatros suntuosos se tendÃan sobre las filas de asientos tapices bordados de oro, para proteger al público del ardor del sol o de un chaparrón repentino. En los teatros más humildes cumplÃan la misma función cañizos de mimbre o paja. En una palabra: los teatros eran tal como la gente se los podÃa permitir. Pero todos querÃan tener uno, porque eran oyentes y mirones apasionados.
Y cuando escuchaban los acontecimientos conmovedores o cómicos que se representaban en la escena, les parecÃa que la vida representada era, de modo misterioso, más real que su vida cotidiana. Y les gustaba contemplar esa otra realidad.
Han pasado milenios desde entonces. Las grandes ciudades de aquel tiempo han decaÃdo, los templos y palacios se han derrumbado. El viento y la lluvia, el frÃo y el calor han limado y excavado las piedras, de los grandes teatros no quedan más que ruinas. En los agrietados muros, las cigarras
cantan su monótona canción y es como si la tierra respirara en sueños.
Pero algunas de esas viejas y grandes ciudades siguen siendo, en la actualidad, grandes. Claro que la vida en ellas es diferente. La gente va en coche o tranvÃa, tiene teléfono y electricidad. Pero por aquà o por allÃ, entre los edificios nuevos, quedan todavÃa un par de columnas, una puerta, un trozo de muralla o incluso un anfiteatro de aquellos lejanos dÃas.
En una de esas ciudades transcurrió la historia de Momo. Fuera, en el extremo sur de esa gran ciudad, allà donde comienzan los primeros campos, y las chozas y chabolas son cada vez más miserables, quedan, ocultas en un pinar, las ruinas de un pequeño anfiteatro. Ni siquiera en los viejos tiempos fue uno de los suntuosos; ya por aquel entonces era, digamos, un teatro para gente humilde. En nuestros dÃas, es decir, en la época en que se inició la historia de Momo, las ruinas estaban casi olvidadas. Sólo unos pocos catedráticos de arqueologÃa sabÃan que existÃan, pero no se ocupaban de ellas porque ya no habÃa nada que investigar. Tampoco era un monumento que se pudiera comparar con los otros que habÃa en la gran ciudad. De modo que sólo de vez en cuando se perdÃan por allà unos turistas, saltaban por las filas de asientos, cubiertas de hierbas, hacÃan ruido, hacÃan alguna foto y se iban de nuevo. Entonces volvÃa el silencio al cÃrculo de piedra y las cigarras cantaban la siguiente estrofa de su
interminable canción que, por lo demás, no se diferenciaba en nada de las estrofas anteriores. En realidad, sólo las gentes de los alrededores conocÃa el curioso edificio redondo. Apacentaban en él sus cabras, los niños usaban la plaza redonda para jugar a la pelota y a veces se encontraban ahÃ, de noche, algunas parejitas.
Pero un dÃa corrió la voz entre la gente de que últimamente vivÃa alguien en las ruinas. Se trataba, al parecer, de una niña. No lo podÃan decir exactamente, porque iba vestida de un modo muy curioso. ParecÃa que se llamaba Momo o algo asÃ. El aspecto externo de Momo ciertamente era un tanto desusado y acaso podÃa asustar algo a la gente que da mucha importancia al aseo y al orden. Era pequeña y bastante flaca, de modo que ni con la mejor voluntad se podÃa decir si tenÃa ocho años sólo o ya tenÃa doce. TenÃa el pelo muy ensortijado, negro, como la pez, y con todo el aspecto de no
haberse enfrentado jamás a un peine o unas tijeras. TenÃa unos ojos muy grandes, muy hermosos y también negros como la pez y unos pies del mismo color, pues casi siempre iba descalza. Sólo en invierno llevaba zapatos de vez en cuando, pero solÃan ser diferentes, descabalados, y además le
quedaban demasiado grandes. Eso era porque Momo no poseÃa nada más que lo que encontraba por ahà o lo que le regalaban. Su falda estaba hecha de muchos remiendos de diferentes colores y le llegaba hasta los tobillos. Encima llevaba un chaquetón de hombre, viejo, demasiado grande,
cuyas mangas se arremangaba alrededor de la muñeca. Momo no querÃa cortarlas porque recordaba, previsoramente, que todavÃa tenÃa que crecer. Y quién sabe si alguna vez volverÃa a encontrar un chaquetón tan grande, tan práctico y con tantos bolsillos.
Debajo del escenario de las ruinas, cubierto de hierba, habÃa unas cámaras medio derruidas, a las que se podÃa llegar por un agujero en la pared. Allà se habÃa instalado Momo como en su casa. Una tarde llegaron unos cuantos hombres y mujeres de los alrededores que trataron de interrogarla. Momo los miraba asustada, porque temÃa que la echaran. Pero pronto se dio cuenta de que eran gente amable.
Ellos también eran pobres y conocÃan la vida.
—Y bien —dijo uno de los hombres—, parece que te gusta esto.
—Sà —contestó Momo.
—¿Y quieres quedarte aquÃ? —SÃ, si puedo.
—Pero, ¿no te espera nadie?
—No.
—Quiero decir, ¿no tienes que volver a casa?
—Ésta es mi casa.
—¿De dónde vienes, pequeña?
Momo hizo con la mano un movimiento indefinido, señalando algún lugar cualquiera a lo lejos.
—¿Y quiénes son tus padres? —siguió preguntando el hombre. La niña lo miró perpleja, también a los demás, y se encogió un poco de hombros. La gente se miró y suspiró.
—No tengas miedo —siguió el hombre—. No queremos echarte.
Queremos ayudarte.
Momo asintió muda, no del todo convencida.
—Dices que te llamas Momo, ¿no es asÃ?
—SÃ.
—Es un nombre bonito, pero no lo he oÃdo nunca. ¿Quién te ha llamado asÃ?
—Yo —dijo Momo.
—¿Tú misma te has llamado asÃ?
—SÃ.
—¿Y cuándo naciste?
Momo pensó un rato y dijo, por fin:
—Por lo que puedo recordar, siempre he existido.
—¿Es que no tienes ninguna tÃa, ningún tÃo, ninguna abuela, ni familia con quien puedas ir? Momo miró al hombre y calló un rato. Al fin murmuró:
—Ésta es mi casa.
—Bien, bien —dijo el hombre—. Pero todavÃa eres una niña.
¿Cuántos años tienes?
—Cien —dijo Momo, como dudosa.
La gente se rió, pues lo consideraba un chiste.
—Bueno, en serio, ¿cuántos años tienes?
—Ciento dos —contestó Momo, un poco más dudosa todavÃa.
La gente tardó un poco en darse cuenta de que la niña sólo conocÃa un par de números que habÃa oÃdo por ahÃ, pero que no significaban nada, porque nadie le habÃa enseñado a contar.
—Escucha —dijo el hombre, después de haber consultado con los demás—. ¿Te parece bien que le digamos a la policÃa que estás aquÃ? Entonces te llevarÃan a un hospicio, donde tendrÃas comida y una cama y donde podrÃas aprender a contar y a leer y a escribir y muchas cosas más. ¿Qué te parece, eh?
—No —murmuró—. No quiero ir allÃ. Ya estuve allà una vez. También habÃa otros niños. HabÃa rejas en las ventanas. HabÃa azotes cada dÃa, y muy injustos. Entonces, de noche, escalé la pared y me fui. No quiero volver allÃ.
—Lo entiendo —dijo un hombre viejo, y asintió. Y los demás
también lo entendÃan y asintieron.
—Está bien —dijo una mujer—. Pero todavÃa eres muy pequeña. “Alguien” ha de cuidar de ti.
—Yo —contestó Momo aliviada.
—¿Ya sabes hacerlo? —preguntó la mujer.
Momo calló un rato y dijo en voz baja:
—No necesito mucho. La gente volvió a intercambiar miradas, a suspirar y a
asentir.
—Sabes, Momo —volvió a tomar la palabra el hombre que habÃa hablado primero—, creemos que quizá podrÃas quedarte con alguno de nosotros. Es verdad que todos tenemos poco sitio, y la mayor parte ya tenemos un montón de niños que alimentar, pero por eso creemos que uno más no importa. ¿Qué te parece eso, eh?
—Gracias —dijo Momo, y sonrió por primera vez—. Muchas gracias. Pero, ¿por qué no me dejáis vivir aquÃ?
La gente estuvo discutiendo mucho rato, y al final estuvo de acuerdo. Porque aquÃ, pensaban, Momo podÃa vivir igual de bien que con cualquiera de ellos, y todos juntos cuidarÃan de ella, porque de todos modos serÃa mucho más fácil hacerlo todos juntos que uno solo.
Empezaron en seguida, limpiaron y arreglaron la cámara medio derruida en la que vivÃa Momo todo lo bien que pudieron. Uno de ellos, que era albañil, construyó incluso un pequeño hogar. También encontraron un tubo de chimenea oxidado. Un viejo carpintero construyó con unas cajas una mesa y dos sillas. Por fin, las mujeres trajeron una vieja cama de hierro fuera de uso, con adornos de madera, un colchón que sólo estaba un poco roto y dos mantas. La cueva de piedra debajo del escenario se habÃa convertido en una acogedora habitación. El albañil, que tenÃa aptitudes artÃsticas, pintó un bonito cuadro de flores en la pared. Incluso pintó el marco y el clavo del que colgaba el cuadro.
Entonces vinieron los niños y los mayores y trajeron la comida que les sobraba, uno un pedacito de queso, el otro un pedazo de pan, el tercero un poco de fruta y asà los demás. Y como eran muchos niños, se reunió esa noche en el anfiteatro un nutrido grupo e hicieron una pequeña fiesta en
honor de la instalación de Momo. Fue una fiesta muy divertida, como sólo saben celebrarlas la gente modesta. Asà comenzó la amistad entre la pequeña Momo y la gente de los alrededores.
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