Capítulo I
Pontevedra, a miércoles 20 de noviembre del 2013
1
El imponente edificio de oficinas propiedad de Marsh & Fernández en la avenida de Buenos Aires
número 32 tenía cinco plantas. Y en la quinta, cúpula acristalada cual azotea de un superhéroe, estaba
situado el despacho del presidente fundador: Damisenko Fernández. También estaban, aunque
ocupando una superficie considerablemente inferior, el despacho del señor Edward Spencer Marsh y
el del director adjunto Manel Avellaneda Loira, segundo y tercer accionista mayoritario
respectivamente.
Decían de Marsh que era un especialista en captar buenas oportunidades; que rara vez se equivocaba
en sus negocios y que su creciente fortuna era la prueba de ello. Sin embargo, incluso personas con
un talento innato como el suyo cometen al menos una vez en la vida un error garrafal. Una de esas
pifias bochornosas que te hacen sudar las manos, llevarlas a la también sudorosa frente y preguntarte
cosas del estilo: “En qué diablos estaba pensando para hacer tratos con esos inútiles” Algo así fue lo
que dijo el lord inglés al final de esta historia, cuando se vio obligado a malvender sus acciones –
obtuvo menos de la mitad de lo que había pagado por ellas– a los que serían los nuevos propietarios.
Y de suerte que alguien quiso comprarlas antes de que la empresa se declarase en quiebra. “Que me
aspen si los españoles no están doctorados en el arte de perjudicar al prójimo”, se había dicho a sí
mismo sentado en su gabinete londinense entre una nube de humo azul procedente de su pipa, su otra
mano en la barbilla, boca abierta en la sorpresa y la cara impregnada con los colores procedentes de
la pantalla de televisión, donde un reportero del canal internacional informaba de la segunda
reapertura de la fábrica. Lord Marsh había fundado con Damisenko Fernández a principios del 2013
el primer resurgir de la antigua empresa de tableros en el mismo lugar donde esta había estado.
Ocurrió muchos años después de que los suecos la dejasen en manos de los españoles y de que los
españoles la condujesen a la ruina. Pero los contactos de Damisenko entre la oposición al gobierno
local habían logrado que se recuperase milagrosamente parte de la antigua clientela, de cuando la
fábrica era el pulmón económico de la ciudad y el orgullo de los pontevedreses. Grandes empresas
nacionales e internacionales con sus interminables pedidos. El proyecto prometía. Ese había sido el
aliciente principal por el que Marsh se decidió a traer una pequeña porción de su fortuna hasta esa
esquina de la península ibérica. La veta de la que esperaba sacar un provecho que jamás obtuvo. Y
como todo directivo que se precie tenía que tener un despacho propio en la reputada quinta planta. Así
era. Y aunque las expectativas de uso oscilaban entre una y dos al año como mucho, no por ello había
dejado de diseñarlo en el más escrupuloso y refinado estilo inglés clásico, tal y como era costumbre
en todas sus propiedades.
Los siguientes espacios por orden de importancia en la cúpula los ocupaban la sala de juntas y la sala
de espera, ambas amplias en demasía y dotadas de lo más moderno en cuanto a tecnología de
comunicación y confortabilidad. Y por último, pero no por ello menos importante, existía también un
pequeño espacio escondido entre los servicios de caballeros y damas que hacía las veces de almacén
y minibar. Al otro lado de su discreta puertecilla pintada del mismo color de la pared para que no
llamase la atención y con un minúsculo cartel de “acceso solo a empleados” se hallaba todo lo
necesario para que Rosalinda pudiese surtir de bebidas y aperitivos a los socios, inversores y demás
ejecutivos y componentes de las asambleas.
En cuanto a la disposición de las otras plantas, era la siguiente: Si el edificio pudiese representar los
esquemas de una sociedad completa, la cúpula sería la clase alta, inmaculada e inalcanzable
reflectando los celestiales rayos del sol en un caprichoso prisma de colores. Y el bajo cubierta sería
la clase obrera, la inmundicia, el oscuro subsuelo de la civilización y el último lugar que un residente
de la cúpula quisiera visitar. Y así, entre paredes de rasilla y yeso y suelos de hormigón pulido
estaban los vestuarios de los trabajadores, con sus duchas individuales, sus bancos de madera y sus
taquillas de moneda. Se accedía por una pequeña puerta de metal desde el aparcamiento del lado este,
ya que la entrada principal daba acceso directamente a los ascensores. Desde el interior de los
vestuarios se llegaba a las naves de trabajo, adyacentes al edificio principal por su parte trasera. Y
desde el módulo principal, una escalera de caracol adherida a la pared posterior del edificio conducía
a los trabajadores a la primera planta. Allí estaba el departamento de recursos humanos y la sala de
descanso. Aquellas pequeñas oficinas acristaladas ofrecían a sus ocupantes una pequeña mejora del
nivel más bajo compensada con una hora y media más de jornada laboral por barba. El capataz
González y Alexandra Guapo serían los encargados de apagar las luces cuando todo el mundo se
hubiese ido, aunque la mayoría de las veces, sin que Damisenko tuviese conocimiento, González
permitía que su compañera por partida doble –ya que era, también, su novia– se fuese a casa mientras
él acababa de comprobar que todo estuviese en orden. Nada del otro mundo, pero al menos allí arriba
no tenían que soportar los las altas temperaturas, y el ruido de la maquinaria entraba dentro de lo
soportable. Tan solo los ascensores de la entrada principal conducían al segundo nivel. Equivaldría
en nuestro símil a la clase media y lo ocupaba por completo la sección administrativa. Los olores a
sudor y a comida precocinada y el polvo de las botas y los trajes en su ir y venir de los módulos de
trabajo a la sala de descanso no llegaban hasta allí, y las administrativas –tres mujeres de entre treinta
y cinco y cincuenta años– podían vestir de calle sin temor a ensuciarse. Claro que no disponían de
sala de descanso, ni televisión, ni microondas, lo cual compensaban con una máquina de café exprés,
un dispensador gratuito de sándwiches y bocadillos y un cuarto de hora libre por turnos en su jornada
intensiva. El tercer piso se usaba como almacén de material de seguridad, uniformes y otros enseres.
Casi nadie lo visitaba. A veces González necesitaba reponer el uniforme de algún trabajador o dotar
de casco y guantes a los que llegaban nuevos. Otras, Maribel Fernández y Manel Avellaneda acudían
para revisar las interminables pilas de cajas de cartón que contenían los archivos de la fábrica
antigua. En cuanto a la cuarta planta, a pesar de haber sido acondicionada como una réplica exacta de
la tercera, nadie había puesto un pie en ella desde el día de la inauguración del edificio. Se mantenía
estrictamente cerrada y la única llave la alojaba la caja fuerte que Damisenko tenía en su despacho de
la cúpula. El objetivo de esa clausura era que la clase alta estuviese por completo aislada de la clase
baja. “Con el orden evita uno los problemas –decía siempre que se le preguntaba–. En esto reside el
éxito”. Lo que en realidad quería decir: “Los de abajo deben permanecer abajo, y los de arriba, donde
les pete”. Sea como fuere, de ese modo se mantenía la cúpula libre de intrusiones, ruidos y demás
molestias innecesarias.
Es digna de mención especial una sexta habitación en la quinta planta construida por orden expresa
del presidente bajo estrictas directrices. En realidad, era una ampliación de su despacho, ya que solo
se accedía desde allí. Su habitáculo formaba un perfecto triángulo rectángulo de unos sesenta o
setenta metros cuadrados, estando la puerta de entrada en el vértice del ángulo recto y siendo la
hipotenusa una pared hecha del mismo cristal de cuatro centímetros de grosor de la cúpula. De hecho,
daba la sensación de que las paredes se unían al techo en una única e inmensa pieza. Desde allí se
observaba todo el cielo, además del módulo numero uno de la nave principal, una parte del
aparcamiento y otra de los terrenos todavía sin edificar propiedad de la empresa, el Puente de los
Tirantes y un buen trecho del río Lerez y su paseo hasta la playa fluvial. Todo un privilegio. Y es que,
excentricidades aparte, había que reconocer que Damisenko tenía un gusto especial para el diseño
arquitectónico y la decoración. Prueba de ello era el pasillo de la fama de su mansión y la propia
mansión. Así pues, Damisenko gustaba de tomar asiento casi todas las mañanas en los sillones
dispuestos a modo de mirador de ese cuarto. Dedicaba unos minutos para tomar allí su café matutino
y ojear la prensa del día. O simplemente dejaba que su mente se dispersase y que sus pensamientos
flotasen en libertad por el techo acristalado. De ese modo podía analizarlos objetivamente, libre de
las opresivas emociones que los problemas le embargaban. Ese lugar, en donde creía estar nadando
en el mismo aire, le inspiraba una tranquilidad que no podía obtener en ningún otro sitio. A veces
invitaba a Rosalinda a que lo acompañase en su café y charlaban de fruslerías mientras el hilo
musical los envolvía a ambos en un ambiente supremo de relajación y bienestar. El resto de la
propiedad de Marsh & Fernández lo controlaba el presidente desde ese mismo cuarto a través de las
pantallas de seguridad integradas en las paredes, con excepción de la tercera y cuarta planta por
carecer de interés.
Fernández, además de socio fundador, presidente y director general, poseía la mayoría de las
acciones: un cuarenta y seis por ciento en total. Lord Edward Spencer Marsh era dueño del veintiocho
por ciento, y Manel Avellaneda, mano derecha de Damisenko, un siete. El resto estaba distribuido
entre constructores pontevedreses, grandes proveedores de la propia fábrica que habían visto en alza
su valor, el presidente del Pontevedra Club de Futbol y algún que otro desconocido y miembro del
partido de la oposición. Maribel Fernández, en contra de los consejos de su marido, también se había
hecho con unas cuantas acciones. Nada importante. Según ella, para sentirse parte útil de la familia y
de la empresa. Lo que Damisenko no supo nunca fue que su esposa pagó por ellas el triple de su valor
en el mercado, obcecada en echar fuera de la comitiva a ciertos accionistas minoritarios casualmente
enemigos en la empresa de Manel Avellaneda.
Y como ya habrá adivinado el lector, Marsh & Fernández atravesaba una dura crisis en ese
noviembre del 2013, sin siquiera haber cumplido un año de existencia. Para el caso se convocó un
pleno de urgencia en el que se diseñó una lista con tres posibles inversores, cuyo capital sería
indispensable para reflotar la situación económica e impulsar de nuevo al grupo hacia la
sostenibilidad, y si acaso, al beneficio. Lord Marsh –el cual siempre asistía a las reuniones por
videoconferencia– luego de negarse rotundamente a ampliar su participación económica, se
comprometió a dirigirle a Damisenko el primero de los posibles inversores, un prolífico empresario
francés llamado Allen Forjonel, de cuya negociación debería ocuparse el presidente en persona.
Sanmartín y Floriani cerraban una lista demasiado corta para la gravedad de la situación. Damisenko,
a su vez, hizo llamar al delegado de la fábrica en París –en realidad, unas pequeñas oficinas de venta
y distribución para tantear el mercado francés con la esperanza de abrir allí una segunda fábrica–, el
señor Gautier Chardin, que asistiría acompañado de su esposa y su hijo y que formaría parte, sin
saberlo todavía, del “último recurso” que el presidente Fernández aportaría a la lista. Un cuarto
miembro por si todo lo demás fallaba.
Tras semanas de preparativos todo quedó dispuesto. Solo restaba que el presidente se entrevistase con
los personajes en cuestión y rindiese cuentas a la comitiva. El primero de ellos, el joven Andrés
Floriani, acompañado de su ilustre esposa Claudia, llegaría a la ciudad esa misma tarde. La familia
Chardin, por su parte, haría acto de presencia a primera hora del día siguiente.
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