Hoy en Relatos de Sábado os voy a poner un primer capítulo del libro que ayer presentamos, el libro en cuestión es el siguiente:
Abrí la mochila y metí la mano sin dejar de caminar, quería asegurarme de que estaban ahí. Rebusqué hasta encontrarlas y suspiré aliviada; no me habría gustado irme sin ellas. Esas siete pegatinas en forma de estrella y que brillaban en la oscuridad iban a ser mi vínculo con mi vida anterior.
Las necesitaba; llevaba demasiados años mirándolas cuando iba a dormir y, aunque a partir de ahora ya no fuera a hacerlo en mi cama, al menos me ayudarían a sentirme mejor.
—Chicos, no quiero que os vayáis —nos dijo mi madre mientras caminábamos por la terminal del aeropuerto—. Creo que podemos buscar otra solución.
—Mamá, ya hemos hablado mucho de esto —me quejé—. Quédate tranquila, Tom y yo estaremos bien.
—Es que no quiero que hagáis esto por mí… Solo es un trabajo —replicó con una sonrisa triste— y aún estoy a tiempo de no aceptarlo.
—Venga, mamááá —le pidió Tom suplicante, deteniéndose para poder hablar mejor con ella—. No tienes que sentirte culpable de nada. Nosotros queremos ir.
Nos detuvimos entre cientos de personas que iban y venían por el aeropuerto. Mi madre se quedó pensativa y nos miró con lágrimas en los ojos
—No te sientas mal —le pedí, cogiendo su mano—. Será como una aventura.
—Y nos lo pasaremos genial —me interrumpió Tom, intentando animarla—. Haremos amigos nuevos y, dentro de un año, volveremos aquí contigo.
Parecía que nuestras palabras estaban funcionando, porque respiró hondo y las lágrimas desaparecieron de sus ojos.
—Ahora tienes que pensar en ti —le pedí—. No debes preocuparte por nosotros, porque estaremos bien, ¿vale? —recalqué con una sonrisa en la cara.
Mamá nos observó unos segundos, tratando de averiguar si nuestras palabras eran ciertas o si solo queríamos animarla. Al final, asomó a sus labios una pequeña sonrisa
—Me alivia saber que pensáis así —nos dijo no muy convencida.
—Démonos prisa o perderemos el avión —repuso Tom, cogiendo la maleta y echando de nuevo a andar.
Noté como me temblaban las piernas, pero me obligué a seguir caminando; aunque intentaba disimularlo, estaba tan aterrada como ella.
Para nada quería irme a esa isla con mi padre, prefería quedarme en mi casa, con mi madre, mi instituto y mis amigas…, pero tenía que ser fuerte.
Mi madre lo había sido por nosotros durante muchos años, trabajando y luchando para sacarnos adelante ella sola, y ahora había llegado su oportunidad. Después de mucho esperar, por fin le habían ofrecido un puesto fijo en una empresa de decoración.
La única pega era que debía hacer durante un año un curso de formación y unas prácticas en otra ciudad. Estuvo a punto de renunciar al puesto con tal de no dejarnos solos, pero Tom y yo hablamos con mi padre para ver si podíamos pasar una temporada con él. Yo no estaba muy segura de que fuera a aceptar, pero ni siquiera se lo pensó; tuvo un repentino ataque de paternidad y, ¡sorpresa!, allí estábamos, con las maletas hechas y preparados para irnos.
Así que, para que mi madre se quedara tranquila, mi hermano y yo fingíamos felicidad por el viaje. Aunque no nos lo ponía fácil, porque, mientras caminábamos por la terminal del aeropuerto, nos paró como cinco veces para abrazarnos y decirnos cuánto nos iba a echar de menos.
Por fin, cuando llegamos a la fila de embarque, se despidió de nosotros de una forma mucho más larga y sentida. Prometió llamarnos siempre que pudiera y nos pidió que revisáramos nuestro correo electrónico a menudo, porque ella nos escribiría y nos mandaría fotos casi cada día.
Nosotros le prometimos lo mismo y, ya sin tiempo para más, nos tuvimos que separar.
Intenté evitarlo, pero en cuanto vi a mi madre irse con lágrimas en los ojos y fui consciente del tiempo que tardaría en volver a verla, me desmoroné y mi hermano me tuvo que consolar y abrazar durante un buen rato, hasta que pude volver a mantener la compostura.
Ya en el avión y desde la ventanilla, vi pasar ciudades, montañas y, por último, un mar azul oscuro que consiguió que me hundiera de nuevo, haciendo que me sintiera desprotegida, como cuando un pájaro sale del nido y debe saltar al vacío para volar por primera vez, sin el cobijo de su madre y con todo el cielo por delante. Me sentí muy vulnerable, así que dejé de mirar por la ventana y, para distraerme, hablé con mi hermano.
Tom y yo éramos mellizos. Se supone que por eso deberíamos parecernos en algo, pero lo único que teníamos en común era el color oscuro del pelo y de los ojos y las pecas que nos cubrían la nariz.
Nuestro carácter también era distinto. Yo era más tímida y tranquila, no me gustaba destacar. En cambio, a él no es que le encantara ser el centro de atención, pero tampoco le importaba. Era muy juguetón y cariñoso, el típico chico duro, pero a la vez sensible y romántico y por eso tenía éxito entre las chicas. Tonteaba con muchas, pero no se comprometía con ninguna. Su comportamiento provocaba que algunas de ellas se acercaran a mí con la intención de estar más tiempo con él y, al final, siempre terminaba consolándolas yo. Incluso una de ellas se había convertido en una de mis mejores amigas.
Por fin aterrizamos.
Mi padre nos esperaba con una sonrisa y con un carro metálico para llevar nuestras maletas. La verdad es que, cuando lo vi allí, esperándonos, me dolió el sentirle casi como un desconocido.
—¿Qué tal, chicos? —preguntó mientras se aproximaba a nosotros y nos daba un rápido y tímido abrazo—. Habéis cambiado mucho.
—Supongo que es normal —le contestó Tom con ironía—. La última vez que nos vimos yo llevaba en la mano un Pokémon y ella, una Barbie —explicó, señalándome.
Me tuve que morder el labio para reprimir una sonrisa. La contestación de mi hermano acababa de descolocar a mi padre y a mí también. Papá nos miró avergonzado, supongo que buscando alguna respuesta coherente.
—Bueno —dijo, intentando mantener el tipo—, lo que importa es que ahora estamos juntos —añadió—. El pasado pasado está.
Tom y yo nos miramos. Me pasaron fugazmente por la cabeza la cantidad de cumpleaños en los cuales nos habíamos quedado esperando su llamada y todas las Navidades que habíamos deseado, al menos, recibir una postal… Y aun así era capaz de decirnos que el pasado ¿pasado estaba?
—¿Sin rencores? —nos pidió mi padre, rompiendo mis pensamientos, al ver que ninguno de los dos le había contestado.
Yo le miré y le sonreí falsamente. Ahora, ya no iba a servir de nada echar cosas en cara. Tom ni siquiera le dirigió la mirada. Creo que fue mejor así.
Nos encaminamos hacia el coche, envueltos en silencio, al tiempo que me devanaba el cerebro buscando temas de conversación que mantener con un padre al que nunca habíamos tenido.
—¿Cómo está Linda? —nos preguntó.
—Mamá está bien, solo un poco intranquila con todo esto —contesté sin querer ser irónica, pero creo que no lo conseguí.
—La comprendo —respondió—. No tengo mucha experiencia en esto de ser padre.
—Tranquilo, ya no somos niños —le recriminó Tom—. No hace falta que cambies pañales ni cuentes cuentos por la noche —su voz se entristeció—. Ahora, ya sabemos cuidarnos solos.
El viaje en coche se hizo un poco largo, ya que las indirectas de mi hermano crearon un clima de tensión muy incómodo, pero no podía reprochárselo. Mi padre se lo había ganado a pulso. Pero, conociendo a mi hermano, esa situación sería algo temporal y Tom terminaría aceptándolo.
Mi padre se llama Lucas. Aunque prácticamente no habíamos tenido contacto entre nosotros, sabíamos muchas cosas sobre él, ya que mi madre nunca nos escondió nada y nos contestó a todas y cada una de las preguntas que le hicimos. No quiero juzgarlo, supongo que tendría sus razones para alejarse de nosotros, pero, por lo visto, la paternidad le tomó por sorpresa y no supo asumirlo. No quería abandonar su vida de soltero y le dejaba toda nuestra carga a mi madre. Ella, cuando se cansó, puso las cartas sobre la mesa y le pidió que madurara. Es triste decirlo, pero huyó como un cobarde todo lo lejos que pudo.
Por fin llegamos. En cuanto bajé del coche me acarició el sol. A esta isla nunca llegaba el frío y durante todo el año reinaba el calor. Alcé la vista y vi la casa de mi padre; era la primera de cinco viviendas idénticas que lindaban unas con otras. Las separaban unos setos no más altos que mi cintura.
La casa estaba hecha de piedra y madera y era, para mi gusto, bastante bonita. Estaba rodeada de césped y tenía un banco de granito al lado de la puerta de entrada. Al fondo del jardín, había la típica caseta de madera en la que se suelen guardar trastos y herramientas. Más allá de la parcela y separado por unos cientos de metros llenos de rocas, se veía un pequeño embarcadero de madera que entraba en el mar… Un mar precioso de color azul turquesa.
Me sentí irremediablemente atraída por el tono tan perfecto de esas aguas, un color tan distinto del que había visto desde el avión, tan bonito que no pude evitar la tentación de querer acercarme.
—Ahora vengo, me apetece ir un momento al embarcadero —les dije, empezando a caminar.
Papá asintió, saliendo del coche.
Me costó un poco llegar. Aunque no era un camino difícil ni peligroso, tenía que mirar continuamente al suelo para ver dónde ponía los pies, pues había muchas piedras y algunas rocas tan altas como mi rodilla.
Mientras me aproximaba, me fijé en que en el extremo del embarcadero había dos personas sentadas de espaldas a mí, con las piernas colgando cerca del agua. Cuando llegué no se dieron cuenta de mi presencia, pero en cuanto comencé a caminar sobre la madera, esta crujió sin remedio y ellos, sorprendidos, se giraron para mirarme.
Eran un chico y una chica con un gran parecido físico. Me dirigí hacia ellos con la intención de saludarlos, pero no tuve oportunidad de hacerlo. Sin mediar palabra, me dieron la espalda, girándose de nuevo hacia el mar.
Me quedé parada, ya que su reacción me resultó desagradable, así que traté de ignorarlos. Respiré hondo y contemplé el mar; era la primera vez que lo tenía delante y me sentí muy pequeña e insignificante ante esa masa descomunal de agua. Me atraía y al mismo tiempo me aterraba. Ni siquiera me atreví a acercarme a ninguno de los bordes del embarcadero. «Mejor poquito a poco», pensé con una sonrisa nerviosa. La verdad es que me había precipitado viniendo sola, me habría gustado que Tom hubiera estado conmigo para poder compartir ese momento.
Volví a mirar al chico y a la chica, a los que solo veía de espaldas. Ella era menuda, con el pelo corto y revuelto por la brisa, y él tenía unos hombros anchos y tostados por el sol. No hablaban y parecía que les fuera indiferente que yo me encontrarse allí; la verdad es que consiguieron que me sintiera incómoda.
Decidí volver en otro momento en el que ellos no estuvieran y le pediría a Tom que viniera conmigo, así que giré sobre mis pasos y caminé de nuevo hacia la casa.
Cuando llegué estaban sacando la última maleta del coche.
—Vuelves muy pronto —se sorprendió papá.
—No ha calculado bien el tiempo para escabullirse de subir maletas —dijo Tom con su habitual sentido del humor.
Papá y él se sonrieron mutuamente. Era la primera sonrisa compartida de toda la mañana y eso hizo que me relajara un poco.
Me fijé en un camión que descargaba muebles en la vivienda de al lado.
—¿Una mudanza? —pregunté con interés a mi padre.
—Creo que sí —contestó, poniendo la última maleta en el suelo—, llevan toda la mañana descargando cosas.
Eché un vistazo rápido, esperando que los nuevos vecinos tuvieran hijos de mi edad, pero no vi a nadie, así que me colgué mi mochila, cogí una maleta con cada mano y entramos en el que iba a ser nuestro nuevo hogar.
Era una casa grande, de dos pisos, con mucha luz y con una distribución que daba sensación de amplitud. En el piso de abajo había una cocina bastante grande, un comedor con un sofá gigante en forma de ele, un recibidor y un aseo. En el piso de arriba, tres dormitorios y un baño.
Primero, fuimos a la que iba a ser mi habitación, subiendo a mano derecha; era bonita y espaciosa. Se notaba por el olor que muchas de las cosas que se encontraban allí eran nuevas: las sábanas, las cortinas, la alfombra, un par de estanterías y un escritorio de madera.
Luego, entramos en la que iba a ser de Tom, justo la del centro. Era muy parecida a la mía y se notaba también que casi todo era nuevo.
Justo al lado, estaba el baño y, después, el dormitorio de mi padre.
Entonces papá nos pidió que lo siguiéramos hasta la caseta del jardín. Una vez allí, vimos que había multitud de herramientas que hicieron que a mi hermano se le iluminase la cara; le encantaba la mecánica. También encontramos dos bicis. No eran nuevas, pero mi padre nos dijo que las había comprado para que no tuviéramos que ir andando al instituto. Todo un detalle por su parte. Les echamos una ojeada y, aparte de un par de cosas sin mucha importancia, estaban en buen estado.
Volvimos a la vivienda y subimos a nuestras habitaciones, pero antes de deshacer las maletas curioseé un poco por la casa.
Estuve hojeando unos libros que guardaba mi padre en una librería del comedor y también miré su álbum de fotos. Me sorprendió gratamente descubrir que lo tuviera dedicado casi todo a fotos de cuando mi madre y él eran novios y también que hubiese muchas de mi hermano y mías de pequeños. El álbum estaba muy gastado, parecía que lo hubieran revisado cientos de veces. Supongo que, en muchas de esas ocasiones, se arrepentiría de haberse alejado tanto de nosotros…
Dejé el álbum en la estantería y subí a deshacer el equipaje, pero, al momento, nos llegó un agradable olor a pizza que hizo que Tom y yo dejáramos las maletas y bajáramos corriendo.
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